MANUEL PÉREZ TENDERO

El mes de mayo está lleno de romerías dedicadas a la Virgen en muchos de nuestros pueblos; pero también asoma un santo en el corazón de este mes tan mariano: san Isidro, labrador. Aunque ha disminuido, la agricultura es un sector fundamental en nuestra sociedad y san Isidro aparece como patrono y protector de los trabajadores del campo. Una de las intenciones por las que no dejamos de pedir su intercesión es la valiosa lluvia, que tanto escasea en algunas latitudes.
Mirando el misterio del cristianismo desde san Isidro y la agricultura, se me ocurren dos sencillas reflexiones.
La carta de Santiago, para hablar de la paciencia, nos pone el ejemplo de los agricultores. La semilla necesita tiempo para crecer: el trabajo del campo es una preciosa pedagogía de la paciencia, de los procesos de la vida; todo tiene su momento, el hombre debe adecuarse a los ritmos de la naturaleza y a los procesos de las semillas.
Contrasta esta perspectiva con el dogma de la inmediatez que la sociedad moderna nos impone. Todo se realiza «en tiempo real», si alguna petición se demora un tiempo, nos enfadamos y no dejamos de quejarnos. Los procesos educativos se quieren apresurar, así como las relaciones en el amor. El precio que estamos pagando ante esta vorágine es bastante claro: el desasosiego de las prisas, la superficialidad en las relaciones, la ausencia de vínculos duraderos, la incapacidad para la espera, la impaciencia con los demás y con uno mismo. Si decidimos vivir «de prisa», ¿no estamos renunciando a vivir plenamente? De hecho, no es infrecuente que muchos jóvenes, que creen haberlo vivido todo de forma frenética, piensen que la vida ya no tiene sentido porque creen que no les queda nada por vivir.
El tiempo es la esencia de la vida y, por ello, la paciencia es la clave para acertar en nuestras decisiones. Sin paciencia se hace imposible la felicidad, el amor, la paz interior, la fecundidad. San Isidro se manifiesta aquí de una manera «contracultural», como un profeta del humanismo en el corazón de una sociedad que se ha vendido al dinero.
Una segunda característica, también subrayada por la carta de Santiago, es la oración. El agricultor, además de tener paciencia con la tierra y sus ritmos, aprende a mirar al cielo: su trabajo será vano si no baja la lluvia para fecundar todo su esfuerzo. La soledad del campo y la belleza de sus horizontes son terreno abonado para una religiosidad serena y profunda, que mira a Dios en el corazón del trabajo humano.
Viene a mi memoria el precioso cuadro de Millet, titulado Ángelus: en el corazón del trabajo del campo, la familia se detiene para abrir un espacio a Dios, a la gracia, al Dueño de la tierra y de nuestras vidas.
El trabajo nos dignifica, el contacto con la tierra nos abre al cielo, el esfuerzo nos aboca al mundo de la gracia. San Isidro ha pasado a la historia por su profunda y sencilla religiosidad, ligada a su trabajo de agricultor.
Tocar tierra nos ayuda a experimentar la vida como real; el trabajo, las personas, el ocio, el amor, la amistad: el mundo de los sueños y la realidad virtual es un apéndice de la vida, un escape, un juego, un ensayo, pero no pertenece a la esencia de lo que somos. Tal vez, la falta de contacto con el campo, con la tierra, la falta de trabajo en la agricultura, estén propiciando ese olvido de lo real en que nuestra sociedad nos está introduciendo de forma acelerada.
Rápidos y virtuales: todo parece posible; pero los frutos son claros y empiezan a verse en nuestras sociedades saciadas: angustia, soledad, estrés, depresión, ruptura de relaciones, diferencias económicas cada vez más abultadas entre ricos y pobres, dependencias y adicciones…
San Isidro, desde el corazón de nuestra preciosa tierra, está gritando a nuestras conciencias para que encontremos el camino que nos humaniza.