
Celebramos este domingo el día mundial del libro. La muerte de dos de los más grandes escritores de la historia pone fecha a esta efeméride: Cervantes y Shakespeare.
El libro ha marcado la cultura del ser humano desde que aprendió a poner por escrito su alma para comunicarse más allá de la inmediatez. Tal vez, en estos momentos de la historia, estamos asistiendo a una especie de «superación del libro», no solo porque el formato está cambiando hacia la versión electrónica, sino porque la comunicación inmediata parece ser el horizonte principal de nuestras relaciones.
El libro supone memoria, trabajo a largo plazo, tiempo dedicado a la palabra. La lectura suscita un tipo de persona serena, con ritmo pausado, capaz de soledad, abierta a la imaginación, creativa, que sostiene una actividad a medio y largo plazo. Normalmente, la capacidad de leer educa para la capacidad de escuchar; por tanto, si abandonamos la lectura es muy posible que se debilite nuestra capacidad de escucha y de comunión.
El libro por antonomasia, en la historia de la humanidad, ha sido la Biblia. Esto mismo significa su nombre: Biblia es un neutro plural del griego que significa «libros». La Biblia ha sido el libro más traducido del mundo, también fue el primer libro impreso por Gutenberg cuando inventó la imprenta. La Biblia es el libro que ha configurado gran parte de la historia de la humanidad.
Sucede con este libro especial como con todos los demás: es necesario tomarse tiempo para leerlo, para imaginar sus escenas, para atreverse a dialogar con sus interrogantes, para no dejar de afrontar sus misterios.
Se ha dicho muchas veces que, en el ámbito católico, falta lectura personal de este libro; las cosas parecen estar cambiando, pero despacio. Leer la Biblia es una fuente inagotable de espiritualidad y de hondura humana, es un aliciente para crecer en sabiduría y aprender a afrontar los retos de la vida.
Pero también es cierto que la Biblia no es el horizonte único que alimenta nuestra fe. Este domingo leeremos la escena de los discípulos de Emaús; ahí aparece la concepción profunda que el cristianismo tiene de las Escrituras: ellas hablan del Mesías y su sufrimiento, ellas nos ayudan a comprender los misteriosos caminos de la historia desde los planes de Dios, que no siempre coinciden con los nuestros.
Pero las Escrituras no solo hablan de Cristo, sino que él mismo es quien habla en ellas. Jesús de Nazaret crucificado no es solo el contenido de la Palabra de Dios: él es también el sujeto de esta Palabra, el que nos la cuenta y nos la explica. El resucitado explica las claves de la cruz a los discípulos de Emaús.
El libro, en definitiva, está al servicio de una relación personal. En la Biblia, la relación que se establece no es principalmente entre el lector y el texto, tampoco únicamente entre el lector y el autor del pasado: la Biblia habla de Jesús, que es la Palabra, y Jesús habla en la Biblia.
Por eso, las Escrituras tienen actualidad desde una doble perspectiva. En primer lugar, sus palabras sabias son tan profundas que también hablan de nosotros y nuestros problemas, saben ir al corazón de la persona y de la historia, reflexionan sobre interrogantes seculares y saben dar una palabra de luz para todas las épocas.
Por otro lado, la actualidad de la Biblia reside, ante todo, en el orador que pronuncia sus palabras: Jesús resucitado es la garantía principal de la actualidad de la Biblia. Jesús, que vive para siempre, sigue explicándonos, como a los dos de Emaús, las Escrituras y, desde ellas, la historia y la vida.
El creyente, cuando lee las Escrituras, se convierte en oyente: la riqueza mayor de la Biblia reside en la persona que nos habla desde ella. Por eso, los lectores de la Biblia estamos llamados a ser, cada día más, no discípulos del libro, sino seguidores de Jesús.
Manuel Pérez Tendero