
«Dios lo resucitó al tercer día y nos lo hizo ver, no a todo el pueblo, sino a los testigos que él había designado: a nosotros, que hemos comido y bebido con él después de su resurrección». Son las palabras de Simón Pedro a Cornelio, en Cesarea del Mar, cuando la Iglesia daba sus primeros pasos en la historia.
La muerte de Jesús, en tiempos de Poncio Pilato, fue un acontecimiento público, histórico, accesible a todos los habitantes de Jerusalén durante una fiesta de Pascua hace ya casi dos mil años.
En cambio, la resurrección fue un acontecimiento oculto, del que nadie fue testigo. Se trata de un hecho histórico: el sepulcro está vacío; pero se trata también de un acontecimiento que desborda la historia, definitivo, escatológico: su cuerpo es glorioso y a sus conocidos les cuesta reconocerlo; él ya no muere más, vive para siempre.
Según los textos del Nuevo Testamento, junto al hecho sepulcro vacío, el gran signo de la resurrección son las apariciones del Maestro a muchos de sus discípulos.
¿Por qué no fue su resurrección un acontecimiento público, visible? De esta manera, el Crucificado habría reivindicado su inocencia y sus pretensiones como Hijo de Dios. Pero, de haber sido así, la historia ya habría terminado: el mundo no tendría más remedio que rendirse a los pies del Hombre nuevo y definitivo.
Por otro lado, la resurrección silenciosa de Jesús, su victoria oculta, no es sino la continuación de la kénosis del Hijo de Dios, que ha elegido el camino de la pequeñez para salvar a la humanidad. La resurrección es el último acto de humildad del Hijo de Dios.
Además de no resucitar de forma ostentosa y visible, victoriosa, Jesús tampoco se aparece a sus enemigos, ni siquiera al pueblo de la alianza: se aparece a un conjunto de personas elegidas, que lo habían acompañado en su misión por Galilea. La presencia del Resucitado en la historia se realiza por medio del testimonio de un conjunto de discípulos que lo han encontrado vivo y han recibido la misión.
Jesús mismo había sido testigo del amor oculto de Dios; ahora, sus amigos, son testigos de ese amor que ha vencido para siempre.
Por eso, entre la resurrección y el momento final, se abre una nueva etapa de la historia: la etapa de la libertad y de la fe. Si solo hubiera presencia desbordante, no podríamos ser libres para aceptar a Jesús como enviado de Dios: tendríamos que acogerlo obligatoriamente. Si, por otro lado, no hubiera testigos, tampoco podríamos responder desde la fe: su presencia sería absolutamente inaccesible.
Vivimos la época del testimonio de los elegidos y la respuesta libre de los hombres. La victoria de Jesús está sembrada en el corazón de la historia y quiere que los seres humanos se unan con libertad a esta victoria de Dios y del hombre, del bien y la pequeñez.
La característica principal que san Pedro subraya en sus palabras a Cornelio es que los testigos designados «han comido y bebido con el Resucitado»: la Eucaristía es el corazón del encuentro con Jesús vio y es lo que hace posible la misión.
Desde las palabras de san Pedro, podríamos resumir en tres dimensiones los rasgos de la misión de los apóstoles: han sido elegidos por Jesús, han comido y bebido con él, y se convierten en testigos. Son los tres momentos del misterio misionero de la Iglesia: elección, eucaristía y misión.
¿Está viviendo estos tres momentos de forma intensa y auténtica la Iglesia actual? ¿Cuál de las tres dimensiones está más olvidada en nuestro cristianismo?
¿Tenemos conciencia de elección? ¿Es el bautismo un acontecimiento por el que nos sabemos elegidos por el Señor para ser sus discípulos y sus testigos?
¿Es la Iglesia un pueblo eucarístico, que vive de comer con el Resucitado? Por otro lado, los que celebramos la Eucaristía, ¿vivimos una fe testimonial, una vida en misión?
Cristo ha resucitado y come con nosotros: él va sembrando la historia de salvación a través de las semillas de sus amigos comensales.
¡Feliz Pascua!
Manuel Pérez Tendero
Dedicando un rato a leer en la Biblia a Lucas 24:13-35 me he encontrado con la página ésta, me ha entusiasmado.
Muchas gracias.
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