EL ROSTRO DEL SIERVO

Lengua de iniciado, oído espabilado, espalda apaleada, mejillas maltratadas, rostro ultrajado: todo el cuerpo del Siervo participa de una misión misteriosa de parte de Dios.

No sabemos muy bien a qué se refería el profeta Isaías cuando componía este tercer canto del Siervo de Yahvé, pero, desde la pasión de Jesús de Nazaret, hemos comprendido con nueva perspectiva las palabras misteriosas del profeta.

El hombre bíblico se expresa desde la simbología del cuerpo: sucede muy frecuentemente en la oración de los Salmos. Repasemos los miembros del cuerpo que el Siervo presenta para comprender su actitud y su misión.

Lengua y oído de iniciado: saber hablar porque se sabe escuchar. El poeta se expresa desde las consecuencias hacia las causas: se puede pronunciar una palabra de aliento porque se ha sabido escuchar, cada mañana, como un iniciado.

El oído y la lengua nos sitúan, en un primer momento, en una perspectiva profética: el Siervo es también un hombre de la palabra, está al servicio de la comunicación de Dios a su pueblo. Esa comunicación se dirige, ante todo, a los abatidos, a los que sufren dificultades: la palabra de Dios es fuerza para los cansados, alivio en el sufrimiento. Así había comenzado el libro de este profeta del destierro: «Consolad, consolad a mi pueblo, dice el Señor; hablad al corazón de Jerusalén».

No faltan palabras en nuestros tiempos; muchas de ellas, marcadas por la dialéctica y la crispación, como piedra arrojadiza para confundir a los demás; otras, llenas de seducción para conseguir de nosotros la servidumbre del mercado o del poder; pero, ¿quién tiene palabras profundas de consuelo para tanto sufrimiento como soporta el ser humano? ¿Quién ha aprendido a hablar al corazón de nuestros contemporáneos?

El Siervo sabe que, para poder llegar al corazón del abatido, tiene que abrir el oído de par en par cada mañana; solo el oyente apasionado de la palabra será capaz de llegar con su palabra, que brota de muy hondo, al corazón del hermano. Es el Señor mismo quien le abre el oído al Siervo cuando despierta: la jornada entera, desde muy temprano, es maestra de vida, escuela de profetas con palabra firme.

De forma repentina, el poeta pasa del oído a la espalda y a las mejillas: la perspectiva ya no es la palabra sino el sufrimiento, la afrenta recibida. ¿Qué relación existe entre escuchar y recibir golpes? ¿Habrá que pensar, tal vez, que también los sufrimientos de la vida son escuela de sabiduría? ¿O, más bien, que los profetas deben estar dispuestos a sufrir la persecución para realizar con valentía su misión?

El libro del Eclesiástico nos dice también: «Hijo, si te acercas a servir al Señor, prepárate para la prueba». ¿Puede ser sabio, más aún, profeta, quien no ha sufrido? ¿Puede servir a los demás quien solo busca aprobación y alabanzas?

Así crece el profeta y afronta su misión: oído abierto y espaldas firmes, lengua de iniciado y rostro endurecido; el corazón, cada vez más blando y misericordioso; las espaldas y el rostro, cada vez más curtidos para asumir las dificultades de la vida.

Contemplando del camino de Jesús, que culmina en los misterios de la Semana Santa, comprendemos como nunca las palabras del profeta Isaías: él ha sido el Siervo definitivo que ha sabido sufrir y escuchar; por eso, como nadie, su palabra ha llegado al corazón del hombre y ha sembrado consuelo y esperanza en nuestros caminos; por eso, él ha dejado sembrada nuestra historia de futuro, de luz y de alegría.

En Semana Santa, por encima de todo, aprendemos a contemplar el misterio de Jesús como Siervo, su camino de sufrimiento y de solidaridad con nosotros para convertirse en fuente de misericordia inagotable.

Además de contemplar, la Semana Santa es también tiempo propicio para imitar al Siervo, para iniciar nuevos caminos. Lo dirá él en la tarde del Jueves: «Haced vosotros lo mismo», dice Jesús a los suyos después de haberles lavado los pies; rodillas endurecidas para saber agacharse y lavar los pies de los hermanos con un corazón repleto de misericordia.

Manuel Pérez Tendero

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