
Todo comenzó con un fracaso.
Abundaban los filósofos ambulantes y los predicadores de nuevas divinidades. Muchos de ellos tenían éxito. Era una época convulsa, cargada de incertidumbre, con un Imperio todopoderoso que andaba en busca de su alma.
La gente vivía en el Imperio pero buscaba el sentido de sus vidas en otro sitio: el poder y la organización minuciosa no eran suficientes.
Saulo de Tarso también era ciudadano romano, pero vivía en Oriente, arraigado en la religión de sus padres. Él había recibido de su familia esa alma que le faltaba al Imperio. Era tal su celo, su pasión por Dios, que perseguía aquello que podía poner en duda la verdad de sus creencias. Pero, en plena juventud, descubrió nuevos caminos dentro de la religión de sus padres: conoció a los seguidores de Jesús y conoció, sobre todo, al mismo Jesús.
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